"Pero no hay pasión sufrida en el dolor y en el amor a la que no le siga un aleluya." Clarice Lispector, Agua viva.
martes, 29 de enero de 2019
1 poema más de Elizabeth Azcona Cranwell
DEL REENCUENTRO Y PERMANENCIA DEL AMOR
(Y nos hemos amado en otra
vida, ¿recuerdas?)
He debido soñar
sobre este encuentro que aún no ocurre
sin la memoria o algún descenso de los años.
He debido entender en otro tiempo
la razón de esta historia que se trepa
en los rincones reconocidos de la luz:
es un idioma ya sabido que sube hasta el lenguaje
del que jamás nos hemos separado.
Y la médula canta con la voz del sudor,
dentro del sueño la piel repite lo que apenas es rezo
en el fondo del cuerpo.
Y no es la duración ni lo que muere
por las grietas del tiempo que cava en las raíces.
Se abren los cielos del pasado
como caídos de una borrada noche
reconocemos la temblorosa luz de una taberna,
las preguntas de una avidez muy vieja
mordida entre cerveza y ocio.
Algunas veces supimos de revelaciones
un día, lejos, el peregrino habló:
apenas reconocía piedras o algunos pájaros perdidos.
Y las batallas del corazón no supieron sus señales de fuego.
Su intención anunciaba la respuesta
un mínimo aleteo de piedad
que equivocaba el sol y disfumaba el día.
No es un orgullo que ha nacido
ni un objeto fortuito en la belleza;
toca a nuevo en las manos,
sólo accede al destino desde una clara desnudez.
He debido soñar y es cosa cierta.
La imprecisión suele ser generosa
se parece, en el fondo, a los desórdenes del alma
y no al negocio frío de la memoria, que se preserva y huye.
***
El rey hastiado de ajedrez y vino mira a la reina
en su bello atavío y la desolación:
la pregunta va al aire. Un cofre hermético es respuesta y silencio
Y ese coro de voz lerda repica:
"¿quién eres y qué aguardas en este amanecer donde el augur
ha dicho su mensaje en los dados opacos que hablaron de infortunios y destierros?"
¿Hay dioses en la luz?
¿A qué regiones solas nos conduce el alma?
Es un tráfico azul que apaga la ribera
y preanuncia los días que vendrán.
No busquemos en los textos sagrados ni en la corteza de los árboles,
la memoria se gesta cuando nace la palabra amor
como una biblia nueva regalada en las frases de los pájaros.
Todos llevamos el destino echado a nuestra espalda,
su gravedad es ancla que nos suma a las voces terrestres
hacia su cielo gestador de frutos y su fiesta de rosas;
y aquí estamos, príncipe orlado por la ingratitud
por tu misión de tributario ajeno y dulce
sin una estrella que te pertenezca.
Ah señor, qué deidades regresarán desde otra vida
¿y si mi pelo entristecido
abre una ráfaga por la sed de tus manos
como aquel verbo del principio
cuando recién hacíamos preguntas al alba?
Yo he debido crearte con una voz articulada apenas como el agua,
con signos como espinas entre pisadas de gaviotas,
todo unido por prescindencia soberana de los enseres que sobornan el mundo.
El jadeo que convence a las lluvias
con su seca garganta, ávida de rituales
suprime todo canto de adiós,
es la boca precisa del continente que renace.
Vuélvete, que hay algo de perdón en el aire
y una chispa se trepa por las raíces azoradas
si asesinas al pájaro para guardar el vuelo.
¡Vuélvete hacia el olvido, conjuga las palabras,
ama y muere!
Los gestos sobran en el candor, no merodes esa lengua remota
la claridad incierta y verde,
nada se narra en esa bruma de vocales.
Tu nombre:
Aquel mosaico
Y saber que habrá días altos e iguales al despertar,
que el lugar es amigo.
Días de junio heridos por la altura del frío,
noches de azar y reconocimiento,
sitios secretos de la piel.
Alguien transmuta soles, y el año es largo todavía,
olvidamos la muerte en algún calendario de alegorías y viejos íconos
Ciudad entre la niebla. El nacimiento nuevo la desplazó al silencio.
No hay espada, no hay viento que derribe los antiguos monosílabos,
ni castillos dorados donde el lugar sea suficiente
y no hay sitio candente para respirar
más que el humo violado entre mis manos,
ni lastima mi boca más que la mordedura de tu piel.
Es la plegaria purificadora,
ciudades donde éramos
un mandato, una luz, una caída.
¿Qué Dios extraño, enloquecido de silencio y belleza
fue responsable del amor?
**Elizabeth Azcona Cranwell, El mandato, Torres Agüero Editor, 1985
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Impresionante... me encantó!
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