domingo, 2 de septiembre de 2018

3 poemas de Ángel González


En las manos de mi hija



PREÁMBULO A UN SILENCIO

Porque se tiene conciencia de la inutilidad de tantas
cosas
a veces uno se sienta tranquilamente a la sombra de un
árbol  -en verano-
y se calla.

(¿Dije tranquilamente?: falso, falso:
uno se sienta inquieto haciendo extraños gestos,
pisoteando la hojas abatidas
por la furia de un otoño sombrío,
destrozando con los dedos el cartón inocente de una
caja de fósforos,
mordiendo injustamente las uñas de esos dedos,
escupiendo en los charcos invernales,
golpeando con el puño cerrado la piel rugosa de las
casas que permanecen indiferentes al paso de la
primavera,
una primavera urbana que asoma con timidez los flecos
de sus cabellos verdes allá arriba,
detrás del zinc oscuro de los canalones,
levemente  arraigada a la materia efímera de las tejas a
punto de ser polvo.)

Eso es cierto, tan cierto
como que tengo un nombre con alas celestiales,
arcangélico nombre que a nada responde:
Ángel,
me dicen,
y yo me levanto
disciplinado y recto
con las alas mordidas
-quiero decir: las uñas-
y sonrío y me callo porque, en último extremo,
uno tiene conciencia
de la inutilidad de todas las palabras.



ESO ERA AMOR

Le comenté:
-Me entusiasman tus ojos.
Y ella dijo:
                  -¿Te gustan solos o con rímel?
-Grandes,
               respondí sin dudar.
Y también sin dudar
me los dejó en un plato y se fue a tientas.



DATO BIOGRÁFICO

Cuando estoy en Madrid,
las cucarachas de mi casa protestan porque leo por las
noches.
La luz no las anima a salir de sus escondrijos,
y pierden de ese modo la oportunidad de pasearse por
mi dormitorio
lugar hacia el que
                           -por oscuras razones-
se sienten irresistiblemente atraídas.
Ahora hablan de presentar un escrito de queja al presidente
de la república,
y yo me pregunto:
¿en qué país se creerán que viven?;
estas cucarachas no leen los periódicos.

Lo que a ellas les gusta es que yo me emborrache
y baile tangos hasta la madrugada,
para así practicar sin riesgo alguno
su merodeo incesante y sin sentido, a ciegas
por las anchas baldosas de mi alcoba.

A veces las complazco,
no porque tenga en cuenta sus deseos,
sino porque me siento irresistiblemente atraído,
por oscuras razones,
hacia ciertos lugares muy mal iluminados
en los que me demoro sin plan reconcebido
hasta que el sol naciente anuncia un nuevo día.

Ya de regreso en casa,
cuando me cruzo por el pasillo con sus pequeños cuerpos
que se evaden
con torpeza y con miedo
hacia las grietas sombrías donde moran,
les deseo buenas noches a destiempo
-pero de corazón, sinceramente-,
su inoportunidad,
su fotofobia,
y otras muchas tendencias y actitudes
que -lamento decirlo-
hablan poco en favor de esos ortópteros.



**Ángel González, Palabra sobre palabra, Obra completa (1956-2001), Austral.

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